Si algo está demostrando de forma contundente la pandemia del coronavirus, es la incapacidad del neoliberalismo para cuidar la vida y la salud de la población y por otra parte el sesgo de clase que le imprime el establishment económico y político aferrándose a sus riquezas y a sus privilegios con absoluto desprecio de la vida de millones de personas.
Filósofos, politólogos etc. ensayan hipótesis de cómo será el mundo después de la pandemia. Parece haber un consenso en que el neoliberalismo como fase del capitalismo ha llegado a su fin. Algunos hasta se atreven a anticipar el surgimiento de alternativas socialistas y/o comunistas. Es que la magnitud de esta crisis civilizatoria permite pronosticar que nada va a ser igual después de la pandemia y que el dramatismo de la situación calará hondo en la conciencia de las masas. Sin embargo, puesto que la experiencia histórica nos enseña que ningún régimen cae por su propio peso si no se lo hace caer, y el capitalismo nos ha demostrado muchas veces su capacidad resiliente para reinventarse y superar las crisis, quienes luchamos por un mundo nuevo donde quepan muchos mundos, quienes entendemos la revolución social como necesidad histórica, recordando al Che, “no podemos hacernos ninguna ilusión, ni tenemos derecho a ello, de lograr la libertad sin combatir”.
Oportunidad histórica
La actualidad de la revolución como necesidad y como posibilidad está abonada por las luchas recientes de una riqueza y diversidad de sujetos populares: estudiantes, pueblos originarios, campesinos, obreros y el arrasador movimiento de las mujeres. Es difícil sobrestimar la energía transformadora de esos movimientos que se expresan por oleadas y corrientes subterráneas que afloran a la superficie cuando y donde menos se espera. Articular todas esas fuerzas en un torrente único es un desafío inmenso para quienes luchamos por cambios profundos inequívocamente anticapitalistas. Podemos imaginar esa construcción social y política como un entramado que al mismo tiempo, al igual que los tejidos indígenas ancestrales, constituya un texto policromático, original y fundacional. Sin duda, la construcción de un mundo nuevo que no sea “ni calco ni copia sino creación heroica” requiere de una batalla cultural y muchos debates sobre el rol de las clases, de los sujetos, el papel del Estado, la forma que tomará la transición, la protección de la Madre Tierra y los bienes comunes, la ciencia, la educación, la salud, el trabajo, la liberación de la mujer etc. Es decir una batalla de ideas.
Pero hay que decir también que esa tarea ciclópea no se puede encarar sin revisar las propias prácticas y los propios esquemas que pudieron ser útiles en procesos anteriores pero que hoy constituyen una traba al desarrollo de las fuerzas transformadoras. Desprenderse de dogmas, prejuicios y sectarismos es una de las primeras condiciones para construir lo nuevo. Esto alcanza a las fuerzas que se organizan como partidos pero prisioneros del esquematismo y el dogmatismo, a pesar de su abnegación y honestidad militante han quedado confinados a un sector pequeño de la población.
La necesidad de una nueva fuerza de carácter unitario, con identidad de clase, plural, democrática, requiere esta etapa de deliberación y diálogo entre experiencias sociales y políticas variadas pero guiadas por un objetivo transformador.
Con humildad, pero con profunda convicción la propuesta de este texto es la de crear un órgano de ideas con vocación estratégica, una verdadera fragua de pensamiento, donde circulen distintas disciplinas y experiencias, una publicación periódica que camine de la mano de las luchas de nuestros pueblos.