Nos enseñó a conocer, reconocer y amar a este continente.
¿Qué escribiría Eduardo sobre la pandemia si estuviera vivo? ¿Agregaría tal vez un capítulo a “El mundo patas arriba”? Me lo figuro sentado a una mesa del café “El brasilero” de Montevideo, escribiendo en su libretita un miércoles de tarde y en otoño con barbijo quizás.
Aunque no fue historiador sino escritor, interesó en la historia de Nuestra América a varias generaciones de jóvenes y no tanto y nos enseñó a conocer, reconocer y amar a este continente preñado de dolor, luchas, maravilla y esperanza. Así, cuando el viajero llegó a la legendaria ciudad de Potosí y bajó al socavón del Cerro Rico en una suerte de caminata turística, sobrellevando el apunamiento con agua y coqueo, él sintió que ya había estado en todos esos lugares y es que llevaba dentro suyo los relatos de Memoria del Fuego. Algo semejante experimentó caminando las calles de Cartagena de Indias, sus zócalos donde vendían dulzuras y delicias de la repostería africana, criolla y caribeña, esperando el tren en Ollantaytambo entre racimos de niños y cholitas, cruzando el Titicaca o admirando la majestuosidad del Chimborazo, la conclusión no podía ser otra que: “No lo soñé. Yo estuve aquí”.
Las Venas Abiertas de América Latina ya es un clásico clavado en el corazón del neoliberalismo, de lectura obligatoria para cualquier persona que desee conocer la historia económica y social del despojo americano. Pero el maestro que lo recuerda en estas líneas además de leer “Las venas…” gastó en el trabajo del aula, hasta desmerengarlo “El libro de los abrazos”.
¿Por qué “Las venas…” sigue teniendo la potencia de un cross a la mandíbula del lector?¿Por qué sigue amargando a los genuflexos del sistema de opresión? Porque, distante del panfleto -género, por otra parte, injustamente vituperado- su arquitectura sólida y armoniosa se apoya en la consistencia de los datos y de los hechos debidamente documentados, expresados con agilidad periodística y elegancia literaria.
El autor de estos apuntes lo tuvo cerquísima con motivo de un encuentro poético entre él y Juan Gelman en el auditorio principal del complejo cultural La Plaza en CABA en agosto de 1993. Llegó con su viejo volumen de “La canción de nosotros” de Sudamericana 1975. Eduardo estampó allí su firma y un número de fax. Aclaremos: Eduardo no era un hombre que estuviera fuera del alcance de los simples mortales. Era sencillo, sencillo como la vida, como el amor.
Es que Eduardo perteneció a una camada de periodistas, escritores, artistas y publicistas que hicieron historia con el mítico semanario uruguayo Marcha que dirigía Carlos Quijano, donde revistaban entre otros: Ángel Rama, Homero Alsina Thevenet, Mario Benedetti, Alfredo Zitarrosa, Julio Castro y María Esther Gilio.
La pluma de Galeano, como la de Benedetti, la de Julio Cortázar u otros y otras, nos acompañaron en los oscuros años de dictaduras y exilios. Compartíamos sus libros como tesoros clandestinos con nuestros amigos y compañeros más confiables. Lo mismo hacíamos con los discos. Porque, ¿Quién puede hacer militancia sin el arte, sin la literatura, la poesía y la cultura que alimentan los sueños y la utopía?
Por ello, Eduardo Galeano sigue vigente, porque es mucho lo que nos dio, porque su literatura es inseparable del sueño de emancipación de Nuestra América. Gracias por tanto. Dante Alfaro
¡QUE VIVA EDUARDO!
por Gioconda Belli
Galeano tomaba una duchas larguísimas. Lo sé porque Carlos, mi esposo, y yo compartimos con él un apartamento en Frankfurt durante la Feria del Libro hace ya años. Un apartamento que los dueños dejaron a disposición de Hermann Schulz, nuestro común editor, y donde él nos hospedó mientras duraba nuestra estancia en la Feria. Galeano era ya un entrañable porque mientras duró la Revolución y sus amigos fueron revolucionarios, él se afilió a esta noción de utopía marca Nicaragua, como suelen afiliarse los soñadores a sus sueños. Pasó largas temporadas entre nosotros y por eso su risa, su cabeza perfilada sin el engaño del pelo (sufría por su calvicie), sus gestos, su voz con tono de tenor, la picardía constante de su mirada, la libretita infaltable en su bolsillo donde anotaba cuanto le llamaba la atención, los cerditos que dibujaba en sus dedicatorias, esa “entidad” maravillosa que era todo él, la vitalidad de su empeño por imaginar un mundo justo y no sólo imaginarlo, sino que demandarlo, se quedará para siempre con nosotros. Difícil imaginarlo enfermo. El mismo se encargó de que pocos lo vieran sufrir. La última vez que estuve en Montevideo -un viaje de 12 horas- pregunté por él. Me dijeron que no veía a nadie. Estaba con su Elena, su esposa guapa, dulce y alegre como él. Ella que soñaba de noche y le contaba sueños que él decía le servían para escribir. Difícil imaginar que ya no está. Su voz era de las imprescindibles. Jamás después de 1990 quiso volver a este país que amó tanto. No quiso ver la metamorfosis que destruyó la ilusión en la que él creyó con fe de apasionado. Pero aquí queda el amor que le tuvimos y el amor que él nos dio a quienes lo conocimos y también a quienes sin conocerlo fueron tocados, mecidos, estremecidos por sus palabras. Que viva Eduardo. Que viva siempre. Y que se vaya tranquilo porque su huella no se borrará jamás.
Managua, 13 de Abril 2015
TEXTOS DE EDUARDO GALEANO
LOS PÁJAROS PROHIBIDOS
Los presos políticos uruguayos no pueden hablar sin permiso, silbar, sonreír, cantar, caminar rápido ni saludar a otro preso. Tampoco pueden dibujar ni recibir dibujos de mujeres embarazadas, parejas, mariposas, estrellas ni pájaros.
Didaskó Pérez, maestro de escuela, torturado y preso por tener ideas ideológicas, recibe un domingo la visita de su hija Milay, de cinco años. La hija le trae un dibujo de pájaros. Los censores se lo rompen en la entrada de la cárcel.
El domingo siguiente, Milay le trae un dibujo de árboles. Los árboles no están prohibidos, y el dibujo pasa. Didaskó le elogia la obra y le pregunta por los circulitos de colores que aparecen en la copa de los árboles, muchos pequeños círculos entre las ramas.
—¿Son naranjas? ¿Qué frutas son?
La niña lo hace callar:
—Ssshhh.
Y en secreto le explica:
—Bobo. ¿No ves que son ojos? Los ojos de los pájaros que te traje a escondidas.
TAMARA VUELA DOS VECES
Eduardo Galeano
Hacia 1983, en Lima, alguien que voló dos veces.
Tamara Arze, que desapareció al año y medio de edad, no fue a parar a manos militares. Está en un pueblo suburbano, en casa de la buena gente que la recogió cuando quedó tirada por ahí. A pedido de la madre, Las Abuelas de Plaza de Mayo emprendieron la búsqueda. Contaban con unas pocas pistas y al cabo de un largo y complicado rastreo, la han encontrado.
Cada mañana Tamara vende querosén en un carro tirado por un caballo, pero no se queja de su suerte; y al principio no quiere ni oír hablar de su madre verdadera. Muy de a poco Las Abuelas le van explicando que ella es hija de Rosa, una obrera boliviana que jamás la abandonó. Que una noche su madre fue capturada a la salida de la fábrica, en Buenos Aires…
Rosa fue torturada, bajo control de un médico que mandaba parar, y violada, y fusilada con balas de fogueo. Pasó ocho años presa, sin proceso ni explicaciones, hasta que el año pasado la expulsaron de la Argentina. Y ahora, en el aeropuerto de Lima, espera. Por encima de los Andes, su hija Tamara viene volando hacia ella.
Tamara viaja acompañada por dos de las abuelas que la encontraron. Devora todo lo que le sirven en el avión, sin dejar una miga de pan ni un grano de azúcar.
Y en Lima, Rosa y Tamara se descubren. Se miran al espejo, juntas, y son idénticas: los mismos ojos, la misma boca, los mismos lunares en los mismos lugares. Cuando llega la noche, Rosa baña a su hija. Y al acostarla le siente un olor lechoso, dulzón; y vuelve a bañarla. Y otra vez la baña y por más jabón que le mete, no hay manera de quitarle ese olor. Es un olor raro…
Y de pronto, Rosa recuerda. Éste es el olor de los bebitos cuando acaban de mamar. Tamara tiene diez años… y esta noche huele a recién nacida.
LA MUCHACHA DEL TAJO EN EL MENTÓN
Nos habíamos conocido cuando el estado de sitio. Teníamos que caminar abrazados y besarnos si se acercaba cualquier bulto de uniforme. Los primeros besos fueron por razones de seguridad. Los siguientes, por las ganas que nos teníamos.
En aquel tiempo, las calles de la ciudad estaban vacías.
Los torturados y los moribundos se decían sus nombres y se rozaban las puntas de los dedos.
Flavia y yo nos encontrábamos en un lugar distinto cada vez, desesperados de pánico por los minutos de atraso.
Abrazados, escuchábamos las sirenas de los patrulleros y los sonidos del paso de la noche hacia el alba. No dormíamos nunca. Desde afuera llegaban el canto del gallo, la voz del botellero, el barullo de las latas de basura, y entonces desayunar juntos era muy importante.
Nunca nos dijimos la palabra amor. Eso se deslizaba de contrabando, cuando decíamos: “Llueve”, o decíamos: “Me siento bien”, pero yo habría sido capaz de romperle a balazos la memoria para que no recordara nada de ningún otro hombre.
-Alguna vez- decíamos- cuando cambien las cosas.
-Vamos a tener una casa.
-Sería lindo.
Por unas noches pudimos pensar, mareados, que se luchaba para eso. Que para que eso fuera posible se jugaba la gente.
Pero era una tregua. Pronto supimos, ella y yo, que antes nos íbamos a olvidar o morir.
Eduardo Galeano (De “Vagamundo y otros cuentos”- Fragmento- 1976)