En el mundo
Recientemente, en el último Foro de Davos ante el cual expuso su postura económica el presidente Milei, los empresarios más ricos del mundo, en contraposición con el muchacho de la motosierra que considera héroes a los evasores de impuestos y fugadores, pidieron pagar más impuestos a la riqueza. “Proud to pay more” (“Orgulloso de pagar más” en español) es el nombre de la iniciativa que los megamillonarios de más de 17 países lanzaron en la 54ª edición del evento.
“Nuestra petición es simple: les pedimos que nos graven a nosotros, los más ricos de la sociedad”, afirman en una carta abierta a los líderes políticos. “Esto no alterará fundamentalmente nuestro nivel de vida, ni privará a nuestros hijos, ni perjudicará el crecimiento económico de nuestras naciones. Pero convertirá la extrema e improductiva riqueza privada en una inversión para nuestro futuro democrático común”.
“También somos las personas que más nos beneficiamos del statu quo”, afirman en una carta titulada Orgullosos de pagar: “Pero la desigualdad ha alcanzado un punto de inflexión, y su coste para nuestra estabilidad económica, social y ecológica es grave, y aumenta cada día. En resumen, necesitamos actuar ya”. (1)
A confesión de partes, relevo de pruebas. Cada uno de los casi 300 super ricos que firman la carta es el testimonio vivo y rampante de la concentración y centralización del capital en todo el mundo.
Cualesquiera sean las motivaciones de estos millonarios, no hay duda que perciben la ley del máximo beneficio como una carrera demencial hacia el precipicio.
Por eso quiero abordar el problema desde dos aspectos: uno teórico y otro más coyuntural y situado si se quiere. Leyendo “Crítica al Programa de Gotha”, me cae la ficha de que ya había sido abordado por el propio Marx: “…es equivocado, en general, tomar como esencial la llamada distribución y hacer hincapié en ella, como si fuera lo más importante. La distribución de los medios de consumo es, en todo momento, un corolario de la distribución de las propias condiciones de producción. Y ésta es una característica del modo mismo de producción. Por ejemplo, el modo capitalista de producción descansa en el hecho de que las condiciones materiales de producción les son adjudicadas a los que no trabajan bajo la forma de propiedad del capital y propiedad del suelo, mientras la masa sólo es propietaria de la condición personal de producción, la fuerza de trabajo. Distribuidos de este modo los elementos de producción, la actual distribución de los medios de consumo es una consecuencia natural. Si las condiciones materiales de producción fuesen propiedad colectiva de los propios obreros, esto determinaría, por sí solo, una distribución de los medios de consumo distinta de la actual. El socialismo vulgar (y por intermedio suyo, una parte de la democracia) ha aprendido de los economistas burgueses a considerar y tratar la distribución como algo independiente del modo de producción, y, por tanto, a exponer el socialismo como una doctrina que gira principalmente en torno a la distribución” .
Sobre el punto señala Rolando Astarita: El enfoque marxista entonces se opone a la visión de los reformistas burgueses, socialistas vulgares, y semejantes, que ponen el acento en “la distribución de la torta” (torta = valor agregado). Recordemos que, de manera característica, Karl Dühring, decía que el modo de producción capitalista era bueno, pero el modo de distribución capitalista debía desaparecer. Inevitablemente, a partir de aquí, las cuestiones se plantean en términos de cuánto le corresponde al trabajo, cuánto al capital, si es “justo” tanto más o tanto menos, etcétera. Así se pasa por alto la pregunta esencial, que debería hacerse todo trabajador: ¿quién hizo la torta que va a repartirse? Con lo cual empezamos a cuestionar la relación de propiedad/no propiedad de los medios de producción y de cambio.
Existe todavía otro problema con la demanda de “distribuir la riqueza”, y es que induce a pensar que la solución de los males sociales pasa por distribuir, de algún modo “equitativo”, los medios de producción entre los ciudadanos. O sea, pasar a un modo de producción basado en el pequeño burgués propietario de su lote de tierra, de su pequeño taller, comercio o medio de transporte. El socialismo pequeño burgués siempre tuvo este norte; lo mismo ocurre con muchas variantes del populismo. Frente a la concentración y centralización del capital, la consigna parece ser “volvamos a la pequeña propiedad”. Para esta gente las calamidades sociales no tienen su origen en el capital, sino en el hecho de que este sea “demasiado grande”.
“Naturalmente, comprendo el afán de algunos marxistas de quedar bien con el populismo pequeño burgués (máxime en campañas electorales), pero la realidad es que repartir la gran propiedad para volver a la pequeña propiedad es un objetivo reaccionario. Cambiar las grandes unidades productivas o comerciales por la pequeña unidad administrada por los propietarios individuales, significaría un retroceso en las fuerzas productivas. Por eso históricamente el marxismo no levantó la consigna de “repartir los medios de producción”, sino socializarlos. Esto es, que pasen a manos de la sociedad, de los productores asociados”. Hasta aquí Astarita. (1)
¿Y el fifty fifty?
El mito del fifty fifty (50 y 50) podemos rastrearlo en una frase de Perón en 1973: “El gobierno se ocupará que [las ganancias] sean distribuidas con justicia entre todos los que la producen. Fifty-fifty, como dicen. Mitad y mitad”. Lo cierto es que entre 1950 y 1973, los ingresos de los trabajadores descendieron del 56 por ciento al 46 por ciento, y al 31 por ciento en 2003. Luego de una recuperación parcial en la llamada “década ganada”, hoy los ingresos de los trabajadores no alcanzan al 24 por ciento.
Claudio Lozano nos informa que “en la mayoría de los países avanzados los trabajadores suelen obtener una proporción de entre 55 y 70% del ingreso nacional, bien por encima de lo propuesto por Perón. Por ejemplo, recientemente Paul Krugman se ha preocupado de que la proporción obtenida por los trabajadores en Estados Unidos ha caído desde cerca de 60% en 1970 a 55% en 2011”. (2)
Por cierto, lo que hay que contextualizar son las condiciones históricas y sociales en que se planteó el fifty fifty peronista. El advenimiento del neoliberalismo en los 90 cerró un ciclo que se había iniciado al finalizar la 2ª Guerra Mundial donde los países del mundo capitalista se orientaron a un modelo de Estado Benefactor que respondía a un desarrollo determinado de las fuerzas productivas y donde el capital financiero no había alcanzado el volumen que tiene en la actualidad. En ese contexto histórico un país con desarrollo medio, como la Argentina pudo incluirse, en algunos casos de modo original, en ese modelo.
El Welfar State implicaba una suerte de contrato social entre el Estado y las organizaciones sindicales y políticas de las clases trabajadoras y por lo tanto de contención política en un mundo bipolar con la presencia de un potente campo socialista y revoluciones anticoloniales y antiimperialistas.
El neoliberalismo es el capitalismo en las condiciones de hegemonía del capital financiero, con una alta financierización, no solo de la economía sino de la vida social en su conjunto. Hegemonía aumentada con el concurso de los avances tecnológicos que imprimen a la actividad financiera una inédita velocidad pero que implica fundamentalmente un crecimiento también inédito de la concentración y centralización del capital.
Por otra parte, una de las características de la nueva etapa neoliberal es la desconexión cada vez mayor entre la macroeconomía y el mundo financiero (especulativo y timbero) de un lado, y del otro, la economía real, productiva. Desconexión que no puede sino preanunciar futuras nuevas crisis que arrojan a la ruina y la miseria a millones de seres humanos.
Entre los problemas más graves que aquejan a nuestros países dependientes, el principal es la estructura económica deformada en línea con intereses del capital extranjero. En nuestro caso, primero de Gran Bretaña y luego de EE.UU. De este problema se han ocupado en el pasado importantes intelectuales como Scalabrini Ortiz, Arturo Jauretche y Ezequiel Martínez Estrada. Actualmente dos economistas e historiadores: Daniel Aspiazu y Eduardo Basualdo han dejado valiosísimos trabajos de investigación de consulta obligatoria sobre los años 90. En la Argentina no se ha logrado superar la contradicción entre el campo y la ciudad. El problema de la propiedad de la tierra sigue siendo un problema nodal. Sin la captura de la renta de la tierra se hace muy complicado generar los recursos para promover el desarrollo industrial. La inercia de las clases privilegiadas (oligarquía), la ausencia de una burguesía nacional suficientemente desarrollada, los esfuerzos de industrialización insuficientes están en el origen de una pugna nunca dilucidada que cíclicamente nos vuelve a atar a un modelo agroexportador, primarizador y extractivista.
Bien es verdad que durante el período de gobiernos kirchneristas entre 2003 y 2009 asistimos a un crecimiento económico en base a los comodittis, principalmente la soja y el maíz, que se tradujo por acción del gobierno en mejoras para las clases populares, pero no hubo la inversión suficiente de esos fondos en el desarrollo industrial, de lo cual esa ventaja fue pasajera, pan para hoy…
El segundo problema es el endeudamiento externo con organismos de crédito como el FMI, pero también con el Banco Mundial o el Club de París. Endeudamiento contraído por los grandes grupos económicos en distintos períodos de la historia reciente, donde el destino del dinero nunca ha sido debidamente investigado ni esclarecido. En verdad, estos procesos de endeudamiento no se dieron nunca como un rayo en cielo sereno, fueron promovidos en los años 70 del siglo pasado por dictaduras sangrientas que introdujeron las lógicas de mercado en perjuicio de otras, basadas en la producción y el trabajo.
El tercer problema es el de un Estado nacional que ha ido resignando facultades soberanas y poder. Como lo ha reconocido la propia ex presidenta CFK, el Ejecutivo encabezado por un presidente votado por mayorías, tiene cada vez menos poder transformador frente a otros poderes como el Judicial al cual no votó nadie y está cooptado por el poder económico, y frente al poder de los medios. Ese Estado amputado en los 80 y los 90 bajo los dictados del Consenso de Wáshington, en cambio está maniatado por un plexo jurídico que incluso se nutre de leyes y decretos impuestos por las dictaduras y que subsisten en democracia.
La burguesía nacional ha demostrado con creces, su ineptitud para promover una verdadera revolución industrializadora del país, único camino para superar la dependencia y el subdesarrollo. En tanto la clase trabajadora aún muestra signos de una vitalidad insólita si se considera los ataques y daños sistemáticos que le han inferido y le infieren las clases dominantes. Pero para cumplir su rol histórico como la única clase verdadera y consecuentemente nacional debe rearmarse, política, ideológica y organizativamente.
Como consecuencia de lo anterior, un Estado capitalista “distributivo”, luego de un gobierno liberal o neoliberal, distribuye cada vez menos, cada vez expulsa más personas del circuito formal y registrado de la producción. Los gobiernos llamados progresistas, sea su definición peronista, socialdemócrata etc. son renuentes a rozar siquiera al poder concentrado. El resultado es una sociedad de al menos dos velocidades o dos plantas. Para socorrer a los más excluidos, impedidos de ingresar al circuito del empleo registrado, requieren capturar parte del ingreso de las clases trabajadoras ocupadas, que se autoperciben como clases medias. No logran escapar a la lógica que tiende a fragmentar cada vez más a la sociedad. En la Argentina posterior a la crisis del campo, la misma se zanjó con el aumento del impuesto a la ganancia sobre el salario.
Esa situación comenzó a mostrar agujeros en la economía y la evidente dificultad para “profundizar el modelo” como había prometido el gobierno. También quedó en el camino la idea de la transversalidad y lejos de apoyarse en los sectores más progresivos, el gobierno fue paulatinamente dirigiéndose a abrochar compromisos con las élites semifeudales del interior del país. Y ya sabemos por experiencia que lo que no progresa y se estanca, implica el retroceso a mediano o corto plazo.
«La razón última de todas las crisis reales es siempre la pobreza y la limitación del consumo de las masas frente a la tendencia de la producción capitalista a desarrollar las fuerzas productivas como si no tuviesen más límite que la capacidad absoluta de consumo de la sociedad». Karl Marx
Hacia la conquista del poder y la socialización efectiva de los medios de producción, hoy lo revolucionario es sacudirse primero el yugo de las clases dominantes para recuperar nuestros bienes comunes, los territorios y recursos saqueados por el poder transnacionalizado (ejemplo: el dominio sobre el río Paraná más conocido como la Hidrovía) e implantar una democracia que sea la expresión de los de abajo. Democracia en los procedimientos y en la dimensión social. Para lo cual se requiere una extraordinaria acumulación de fuerzas políticas y sociales, y una voluntad nacional popular (Gramsci) que sea la base de un nuevo bloque histórico y una nueva hegemonía. Conscientes de que los cambios cuando son verdaderos se chocarán tarde o temprano con la violencia de las clases dominantes, para lo cual hay que prepararse. O sea que si escogemos el camino donde “seamos libres y lo demás no importe nada” sepamos que no es gratis, pero que la otra opción es la esclavitud y el coloniaje. Dante Alfaro