“No hay poder sin represión pero, más que eso, se podría afirmar
que la represión es el alma misma del poder.” Pilar Calveiro.
No hay posicionamiento político, ni democracia representativa, ni
institucionalidad algunas, que desvirtúen la única certeza que
exhibimos: estamos ante una guerra silenciosa.
En términos foucaultianos la política es la sanción y el mantenimiento
del desequilibrio de las fuerzas que se manifestaron en la guerra
(“convencional” agregamos).
Partimos entonces de posicionarnos tan lejos del pacifismo candoroso
como del ejercicio indiscriminado de respuestas violentas fundadas en la
legitimidad del medio o de la finalidad (Walter Benjamin).
La política tiene en la violencia una indiscutida raíz fundante. La atraviesa
de tal modo que la constituye. No por casualidad el concepto de lucha de
clases contempla un denominador indiscutible aún para sus negadores: la
disputa entre sectores sociales en un sistema de producción devenido en
cultura totalizante (capitalismo) implica el dominio de una clase sobre otra
porque los intereses que ellas defienden no admiten ninguna conciliación
ni tolerancia. La concentración de riquezas basada en la apropiación de lo
que los trabajadores necesitan para su desarrollo integral adquiere una
centralidad innegable. Lo que a una le falta, la otra se lo ha quitado. Y eso
es “naturalmente” violento.
La versión contractualista de la sociedad, que se basa en una imaginaria
voluntad inicial de acuerdo, implica entronizar el monopolio de la
violencia en una creación que se presenta como conglobante de todos los
intereses sociales en pugna: el Estado. Este razonamiento que impregna
discursos “democráticos” más o menos progresistas, ha permitido que el
aparato represivo y su despliegue, sea canonizado por unos y otros
evidenciando la inutilidad (para las clases subalternas) del derecho como
medio y aún más, de la justicia como finalidad.
Hace años, Agamben denunció la existencia de un verdadero estado de
excepción en dónde el no derecho es la regla para sostener el discurso de
democracias procedimentales, apenas formales.
Es que el estado de excepción es intrínsecamente violento.
Bajo la apariencia formal del reinado del derecho, en verdad el mismo es
negado . Para sostener esta contradicción se recurre al ejercicio
indiscriminado de la violencia contraria a la resistente y revolucionaria, es
decir, a la violencia conservadora (de las estructuras del estado, del
cuerpo legal, de todo aquello que mantiene y defiende los privilegios de la
clase que ostenta el Poder). Es aquí en dónde el despliegue del aparato
represivo se torna indispensable para la clase dominante.
Decìamos que lejos estamos del pacifismo candoroso y mucho màs de
quienes repudian todo tipo de violencia. Muy lejos de unos y otros. Pero
tampoco nos vamos a alinear entre los que prefieren ningunear o negar lo
evidente. Hay una violencia resistente que es necesario reconocer. Que el
sistema la condene y la demonice, es porque constituye un desafío a lo
establecido. No es que se trate de una violencia “peligrosa”. Acaso da lo
mismo un vidrio roto que un ojo vaciado?. Explìquenle al que se cae del
barco que comete delito si rompe el ojo de buey para sostenerse.
No se trata de una violencia destinada a desplazar a la que ejerce el
estado. No pretende imponerse por sobre la violencia conservadora, la
enfrenta para reducir sus efectos y permitir vìas alternativas que el
presunto “estado de derecho” les niega.
Quienes demonizan, quienes condenan e igualan, contribuyen a la
legitimación de la represión y niegan toda posibilidad de discurso
alternativo y hasta de negociación.
Ignoran acaso que quienes se salen de la norma, no son quienes cortan la
vía pública sino quienes invocando la protección del estado de derecho lo
violan con la apariencia de legalidad y condenan a grandes capas de la
población a la exclusión y a la miseria.
Sostener que una piedra arrojada con hambre y bronca acumuladas es
vulnerar el estado de derecho es una de las formas del negacionismo más
extremo. Hay treinta mil razones para entender que no se trata de discutir
si se es inocente o no. Tan absurdo como legitimar que 29 detenidos
acusados de tirar piedras después de patrullar el código penal y a casi un
mes de los hechos imputados, deben quedar presos porque existen
fundadas razones para entender que se darán a la fuga mientras que ni
uno solo de los vaciadores de ojos, disparadores de balazos en las cabezas,
invasores ilegales de domicilios y Universidades, humillantes de pueblos
originarios, siquiera haya sido demorado. La igualdad del sistema sólo
iguala a los iguales.
Quienes frente a los hechos de Jujuy, responden con eufemismos o dilatan
la toma de decisiones impostergables, abonan la teoría de la peligrosidad
del único vulnerable que es el Pueblo Jujeño. No podrán explicar por què
es violencia salirse de la norma y en cambio no lo es expulsar a tanta
gente a los márgenes del sistema.
Si estamos de acuerdo en que la igualdad del sistema sólo iguala a los
iguales, pues entonces hablen sin subterfugios: reconozcan que defienden
un sistema pero no al Pueblo.
Ismael Jalil.