Ayllu reproduce del diario Página 12 la entrevista a Miguel Benasayag, filósofo, realizada por María Daniela Yaccar el 2-01-2023. Algunos conceptos como lo es marcar la diferencia entre Funcionar y Existir y su reivindicación de lo inútil aportan a un debate interesante sobre el mundo existente y aquel que quisiéramos construir.
“Un cierto modo de vivir, producir, de vivirse a sí mismo como individuo que consume, como separado de los otros… este modo occidental, colonizador, patriarcal que es el que hizo mundo, este modo de existir en el mundo no va más.”
La originalidad del pensamiento de Miguel Benasayag reside en la diversidad de fuentes en las que abreva: investigador en neurofisiología, con una inclinación hacia la filosofía oriental y un pasado de militancia en el PRT-ERP. El filósofo y psicoanalista suele poner el foco en la articulación de lo biológico con la cultura y el mundo digital, tal como ocurre en Experiencia y sentido común, su último libro, editado por Prometeo y coescrito junto a Bastien Cany. Desde Francia –donde vive desde que se exilió en la dictadura, después de haber estado detenido– el autor nacido en Buenos Aires conversa con Página/12 sobre una multiplicidad de temas urgentes, como la “colonización” de la tecnología y la crisis de la democracia.
Una de las particularidades de este pensador es que, además de pintar un paisaje actual oscuro, sus palabras tienen algo de luz. Así sucede, por ejemplo, en ¿Funcionamos o existimos?, editado también por Prometeo, el año pasado. No es habitual esta tendencia en la filosofía contemporánea. “Muchos intelectuales se autoentusiasman con el desastre. Hay un goce atado a eso. Yo siempre quedé un tipo de la calle. Hay que salvar a la gente, a los compañeros. Cuando era ‘perro’, con todos los años en la cana, una de las responsabilidades que tenía era la de salvar y ayudar a los quebrados”, expresa. “Veo un despelote y mucha amenaza pero a la vez muchas cosas que valen la pena. Estamos viviendo una cosa absolutamente inédita. No sabemos cómo será la sobrevida, la vida en el planeta. Pero estamos acá. Hay algo que proteger“, concluye el doctor en Psicopatología y master en Biología y Neurofisiología de la Percepción, autor de 40 títulos y fundador del Colectivo Malgré Tout (A Pesar de Todo), que tiene como objetivo “articular la complejidad de la época con el compromiso social y científico”.
–¿En qué sentido este momento es un despelote y es inédito?
–La complejidad no es una teoría. Llamamos “complejidad” a la emergencia de algo que dice no va más. Un cierto modo de vivir, producir, de vivirse a sí mismo como individuo que consume, como separado de los otros… este modo occidental, colonizador, patriarcal que es el que hizo mundo, este modo de existir en el mundo no va más. La destrucción que provoca es mucho más grande de lo que produce. Por ejemplo: si alguien tomaba un coche para ir de Buenos Aires a Córdoba en el ’40, 90 por ciento de lo que estaba haciendo era ir de Buenos Aires a Córdoba. En un 10 por ciento arruinaba el paisaje y contaminaba un poco. Hoy en día, cuando alguien agarra un coche para hacer lo mismo, 10 por ciento es ir a Córdoba y 90 participar de la destrucción. En todas las dimensiones de la vida nos damos cuenta de que existe esta inversión. En los últimos 50 años 70 por ciento de las especies vertebradas desaparecieron, no hay más insectos para polinizar… estamos frente a un momento de colapso. Otros modos de vida, un poco aplastados, considerados menores o subdesarrollados, vuelven a emerger a la vista. Los de los pueblos originarios, de algunas tribus africanas… Entre los poderosos nadie decide parar. Quieren seguir con el extractivismo, el productivismo, pero por otros medios, con la tecnología. La vida está cuestionada como vida en el planeta. A mucha gente esto la aplasta, no puede pensarlo; el rol de a quienes les da el cuero es el de ver qué es lo pensable, lo vivible. Cómo se puede vivir.
–¿Puede explicar la diferencia, que no es una dicotomía, entre funcionar y existir, uno de los pilares de su pensamiento?
–No hay dicotomía porque no puedo existir sin funcionar. En mi cuerpo y en el mundo hay un montón de cosas que funcionan. En la pandemia yo me vacuné. Mi compañera no. Los dos éramos conscientes de que lo nuestro era una apuesta. Existir significa apostar sin saber mucho. Uno se compromete con ciertas posiciones no sabiéndolo todo. Es el lado de la existencia; no todo está cerrado o determinado, juega la libertad. Como todo está tan amenazante y todos tenemos miedo de todo, la propuesta de los poderes es de funcionar. Porque eso es evaluable, cuantificable, transparente. La existencia siempre tiene lados oscuros, eclipsados, no saberes, intuiciones. El funcionamiento se presenta con la transparencia panóptica de la máquina, y hay hasta una estética del buen funcionar. La gente quiere funcionar bien, mismo clínicamente. Cuando viene a ver a un médico o a un psicólogo dice: “estoy funcionando mal”. Aparece un desafío, porque el problema es que funcionar bien no es existir. Funcionar bien quiere decir justamente “desexistir” para tratar de pegarte a algo más claro, ansiolítico. La resistencia pasa por decir: “tenemos que existir”, sobre todo a los jóvenes, los chicos. Tenemos que decirles que no aprendan cosas útiles. Que no tengan miedo de perder el tiempo. “Tómense el tiempo, aprendan lo que se le cante”. Permitir la existencia es un modo de resistencia que rempuja un poco la amenaza.
–¿Por eso plantea que ante un futuro amenazante, o un no futuro, lo que nos queda es el presente?
–Absolutamente. Hay tarados mentales que son científicos que piensan que vamos a conquistar otro planeta. Esas boludeces sirven para seguir como antes, produciendo y destruyendo. Está el colapso, ¿entonces qué? ¿No tenemos más hijos? ¿No nos movemos más? Hay una amenaza frente a la cual parece que no puedo hacer nada. Pero… ¿qué puedo hacer? Lo que puedo hacer es lo que abre el presente. Lo que puedo hacer ahora. Lo aprendí en los cuatro años y pico de cárcel. En el pabellón –que era un poco el de “La Pesada del rock and roll”, un poco jodida la mano, sacaban a gente para liquidar, era en el Chaco– recibí la información de que se acababan todos los planes de fuga. Se me abrió la cosa… me pregunté “¿qué hacemos acá?”. Era inmenso, infinito. Proteger a los compañeros, intercambiar elementos culturales, pensar la vida, aprender cosas… de repente se abrió un mundo enorme de cosas para hacer. Ninguna nos permitía salir ni atacar a la dictadura, pero permitieron que en mi pabellón sólo un compañero se volviera loco. Indirectamente sí estábamos resistiendo y permitiendo que hubiera un después. Pero no pensando en el después, sino asumiendo el ahora.
–En ¿Funcionamos o existimos? defiende cierta espiritualidad: hacerse un café no es simplemente hacerse un café, es un ritual. También cuenta que intuyó que iba a estar en la cárcel mucho antes de estarlo. ¿Qué rol juega en su pensamiento la filosofía oriental y cómo puede servirnos como herramienta para pensar este momento?
–El ejemplo del café surgió del poco tiempo que me pidieron que ayudara a equipos de gerontólogos. Sobre la persona discapacitada o muy anciana que no puede hacer cosas se dice “hacer un café le toma tres horas”. El asunto no es que tome un café, sino que en esas tres horas está haciendo cosas. “Caminante no hay camino…”. Estudié mucho el taoísmo. Y a una corriente occidental muy cercana a la India, el neoplatonismo. El taoísmo tiene una sabiduría enorme con respecto a no estar pensando en la solución de la cosa y asumir la vida. Chuang Tse tiene todo un texto sobre la utilidad de lo inútil. Funcionar es tratar de ser útil, pero útil es una máquina, sirve para algo. Los seres vivos somos profundamente inútiles, en el sentido de que no tenemos que servir para algo. Es horrible cuando se mira a alguien y se dice “¿para qué sirve? Este no produce, no consume”. Hay que reivindicar la inutilidad. Todo lo fundamental –el amor, la creación, el arte, la alegría– es inútil.
–¿Qué papel tiene la tecnología en todo esto?
–La tecnología actual crea una ausencia. Cuando alguien está conectado con el telefonito en realidad se ausenta. Trabajé en neurofisiología para ver los efectos del GPS, para ver en qué nivel eso producía destrucción en ciertas conexiones neuronales. Llegás del punto “a” al “b”, pero entre esos puntos no exististe. La maquinita facilita las cosas, pero ése no es el objetivo. El objetivo era vivir las cosas. Hay un cierto nivel de confort que es una trampa. Por eso creo que la crítica al utilitarismo del taoísmo, la idea de que estás porque estás, o el estar siendo del que habla (Rodolfo) Kusch hoy día son fundamentales. De la misma manera que cuando te están masacrando en la cárcel y todo lo que quieren es que mueras de miedo y te vuelvas loco. Hay una amenaza enorme, pero esto abre posibles.
–Son muchos los que sostienen que ya no hay separación entre el mundo online y el offline. ¿Qué piensa de esta idea?
—Existe una colonización que formatea el cerebro y los cuerpos. El punto máximo es el transhumanismo. Por el momento, por suerte, sigue existiendo un mundo de cuerpos, y el objetivo sería que colonice la técnica. No se puede volver atrás con respecto a la tecnología, pero hay que dar vuelta el movimiento y que la tecnología nos sirva a nosotros. Yo vivo en un sexto piso y tengo ascensor, pero no por eso me volví una masa gelatinosa. Sigo usando los músculos. Lo que pasa con el cerebro es que no: todo lo que uno delega a la máquina el cerebro no lo hace más.
–En sus postulados da protagonismo a los ancianos. ¿Por qué?
–La innovación tecnológica permanente nos pone en un momento en que todo lo nuevo es bueno. Toda la experiencia vivida es perdida, se deja de lado, porque finalmente lo único que importa es la información que puede dar la máquina. Una sociedad que se priva de toda experiencia y que se ata solamente a las dimensiones de la información se debilita mucho. Hay una diferencia enorme entre estar informado y comprender. La comprensión es un proceso físico, corporal. Todo lo que es experiencia está mal visto. La vejez representa lo frágil, el hecho de ser mortal, y eso no hay que verlo. Todo tiene que ser pura potencia nueva. Eso hace que los viejos no desarrollen su potencia y los jóvenes sean víctimas directamente del terrorismo absoluto del funcionamiento.
–Pertenece a una generación cuya juventud estuvo atravesada por una necesidad de cambio social. Ante este panorama, ¿qué nos queda en relación a lo político?
–Estamos viviendo una época totalmente diferente. No podemos juzgar la época pasada con la actual. Hasta los ’70 el mundo es el mundo del futuro; el mañana es un mañana rabioso, el de la promesa. La gente está hecha de la época. No sos independiente de la época. Reaccionás en relación a ella. Algo se estaba gestando, se sentía al respirar, como decía la canción de Arco Iris. Si cuando empecé a estudiar medicina me hubieran preguntado por el 2022 hubiera dicho que el cáncer estaría curado. En ese momento cada uno en sus actividades metía el hombro acorde a esa promesa. Tengo amigos que se fueron al Bolsón, otros que entraron a Montoneros, otros que hacían teatro alternativo. Poco importa. No había una vía, había un moverse, que tenía mucho que ver con la contracultura, el guevarismo, el indigenismo, el feminismo. Yo tocaba rock en un grupo hasta que pasé sin solución de continuidad a ser combatiente del ERP. Era una primavera. Nosotros somos contemporáneos a una cosa inédita que es el fin de un mundo, del mundo creado por el Antropoceno, el cartesianismo. No es que ser del ERP era la única posibilidad. Pero había que hacer algo y lo reivindico. Fue una época fantástica de mi vida a pesar de todo. Hoy hay una nueva distribución material y objetiva del mundo que no nos permite para nada ordenar nuestras acciones en nombre de un futuro. Eso nos exige asumir que el norte está en el presente. El ejemplo que di de la cárcel era anacrónico con respecto a esa época, porque todo estaba ordenado hacia el futuro y nosotros tuvimos que hacer un esfuerzo para ordenarnos con el presente. Hoy en día tenemos que comprometernos con el presente. Los politiqueros que prometen, dicen, piden adhesión están out. Y todo partido, verticalidad, promesa no corresponde a nada. Cuando veo a (Alan) Badiou que sigue hablando de la revolución… hace poco en una entrevista un tipo le dice: “usted apoyó a Stalin, 20 millones de muertos; a Pol Pot, 2, 3 millones; a Gonzalo, de Perú…”. Y Badiou le dice: “No se hacen ni la filosofía ni la revolución contando muertos”. El sigue pensando que hay un objetivo y que la realidad tiene que ordenarse con respecto a ese objetivo. Eso no va más. No porque antes éramos tontos. La época cambió.
–En su último libro, Byung-Chul Han polemiza con Toni Negri en relación con este tema. Han sostiene que es imposible hacer una revolución con todos aislados y deprimidos…
–Tiene razón el coreano. Negri, Badiou, toda esa gente sigue pensando que hay modelos y que los seres humanos tienen que adherir a ellos. Tenemos que mirar la realidad de que frente a la amenaza la gente está como la mierda. De lo que se trata es de reconstruir el tejido social y encontrar razones de moverse. En situaciones concretas, que pueden ser micro o un poco más grandes. Lo local no es socialmente chico. Creo que hay que actuar y pensar local. Todo pensamiento de lo universal es colonialismo. El universal es la invención del colonialismo, con un ser humano modelo, universal. La gente va mal. No está esperando que un boludo le dé un programa de por dónde pasa el mundo. Eso corresponde a una época.
–Autores como Eric Sadin hablan de la abolición de lo común. ¿Cómo construimos desde esas ruinas?
–Dentro del esquema universal moderno lo común es algo que existe: la clase obrera, los negros, las mujeres. En realidad, si queremos abrir la puerta a un actuar en la complejidad en el presente, lo común no preexiste. Es lo que producimos con nuestras acciones. No hay un común sustancial, de base. Claro que se puede crear. Y lo común resiste al horror y la destrucción. Pero es importante ver que nunca es dado. No tengo nada en común con los argentinos porque soy argentino: eso es Malvinas, el Mundial ’78… no existe la argentinidad. Existen producciones comunes que son territoriales. El común es lo que actúa. Lo que actúa es un conjunto que no es antropocéntrico. Es el ecosistema. Nosotros somos parte del ecosistema. Por supuesto que ni el taoísmo ni el estar siendo son antropocéntricos. Lo humano hace parte de un conjunto.
–El combo actual incluye a la pasión del odio en el centro de la existencia. ¿De dónde sale el odio? ¿Cuál es su lectura del atentado a Cristina Fernández?
–El odio es el mayor medicamento ansiolítico. Cuando tenés odio no tenés más ansiedad y el mundo se ordena, porque te polariza. Está todo bien porque tenés un enemigo. Me acuerdo de que en un momento un amigo tenía un problema gravísimo en la cadera y sabía que iba a quedar medio paralítico en unos años. Y otro amigo le dice: “qué lástima que no haya nadie para darle una piña en la cara”. Como diciendo “si hay un problema tengo que tener alguien a quien odiar”. Y en realidad se trataba de asumir juntos, con amor, amistad, esta pena, esta tristeza, esta fragilidad de que un amigo de nuestra edad iba a tener problemas para caminar el resto de su vida. O tenés que bancártela o decís “¿a quién le pego?”, y cuando tenés a quien pegarle el mundo está ordenado. El odio es inevitable y tenemos que tener cuidado de no caer en la trampa de tener un pequeño buen odio en el estómago o el corazón. Tenemos que bancarnos la fragilidad, la dureza de la época sin recurrir a un odio que nos salve. En Argentina está subiendo una intolerancia… no se puede pensar porque cualquier persona que piense va a ser sospechada por el otro de no estar conmigo. Por suerte no salió la bala. Hubiera sido pasar a otra cosa. A la vez, claro, la respuesta tendría que ser no de odio. En ese sentido, en Argentina pasó algo que no pasó nunca en el mundo: que un pueblo obtenga justicia sin haber vencido militarmente al enemigo.